martes, 16 de septiembre de 2008

"Siempre te esperaré"

Las deudas se acumulaban, y la situación idílica de hacía sólo unos meses se había vuelto turbia y desagradable. Él le comentó un asunto sórdido que le había propuesto un amigo, y ella aceptó, desesperada, con el miedo a poder quedar en la miseria. Pero algo salió mal y, en el aeropuerto de regreso, la policía lo detuvo. "Siempre te esperaré" fue lo último que ella le dijo antes de que desapareciera por una puerta, casi desaparecido entre los corpulentos policías.
Las gestiones de la embajada no surtieron efecto. Calabozos. Juicio. Polémica. TV. Radio. Internet. Y finalmente la cárcel. El más inmundo de los agujeros que el hombre ha creado, por interés o desidia, sobre la faz de la Tierra.
Allí él se consolaba diciendose que ella lo iba a esperar. Pero no se hacía ilusiones. Una mujer guapa e inteligente como ella no podía desear morir en vida por alguien que iba a pasar 25 años en aquel agujero. Perdió la ilusión. Perdió su imagen. La olvidó. Su único interés estaba en dejar pasar los días lo más tranquilamente posible, hasta que la condena finalizara.
Cuando salió no volvió a casa. Se haría más daño al ver que ella había rehecho su vida. Sufriría al recordar su casa, sus cosas, su vida, tal como se congeló hacía tanto tiempo. O sufriría más si viera que aquello ya no existía y confirmar que, todo lo que una vez había sido, se había esfumado en el recuerdo.
No sin esfuerzo pudo, poco a poco, rehacer su vida. Un piso. Un trabajo. Una mujer. Un hogar. Felicidad. Se sentía realizado después de tanto tiempo que ya no recordaba la última vez.
Un día, volviendo a casa, el subconsciente o el azar le jugaron una mala pasada y llegó a su antiguo barrio. No recordaba casi nada, estaba completamente cambiando. Las calles, las tiendas, los bares... Todo. Entró en un bar para preguntar cómo salir de allí. Cuando el dueño intentaba explicarselo, se interrumpió y, en un susurro, le confió:
- Oh, no. Otra vez esta vieja solterona loca.
Y alzó la voz por encima del hombro:
- Por favor, señora. No moleste.
A lo que la vieja respondió con un grito:
- ¡¡¿Ves como llegaría?!! ¡Aquí está! ¡Mi novio ha venido a buscarme!
Y cuando él se dió la vuelta reconoció al instante, bajo las canas y las innumerables arrugas, los ojos chispeantes que le hicieron enloquecer hacía ya tanto tiempo.

jueves, 4 de septiembre de 2008

Nunca es tarde para recapacitar

Aquella tarde comprendió qué le pasaba: estaba enamorado y le había fallado.
Estaba enamorado de aquella chica con la que había pasado casi cada momento de su vida desde que ambos se conocieron por casualidad en una fiesta. Aunque fuera un poco delgada y pálida y desgarbada y con la mirada triste y con ese mechón de pelo rubio caído por casualidad delante de sus ojos... o quizás justamente por todo eso. Qué más daba: al mirarla, su cara parecía absorber toda la luz del local.
Habían compartido momentos encantadores, deliciosos. Habian jugado a inventar historias imposibles, a realizar sueños, a encontrar el tiempo en lugar de perderlo. Otros momentos no fueron tan agradables. Se decía que era como siempre, con altibajos hasta que dos personas se conocen lo suficiente para no ser extraños.
En su fuero interno una alarma le decía que no era verdad. Que algo pasaba. Que algo no encajaba. Ella estaba triste. Siempre estaba triste. Cuando bajaba la guardia, su mirada se entristecía. Con él era diferente: parecía que él le daba vida, como las plantas que reviven al regarlas después de mucho tiempo. Ahora veía la verdad. Ahora lo había visto. Y no entonces, cuando ella lo necesitó. Cuando ella gritaba en silencio que necesitaba ayuda.
No lo vió cuando ella saltó al paso del tren.
Y ahora que lo había comprendido, ahora que era plenamente consciente de lo que pasaba, ahora sabía que hacer: la buscaría para decirle todo lo que no le dijo a tiempo.
Y buscó otro tren.